Las Islas Transparentes by Joaquín Giménez-Arnau

Las Islas Transparentes by Joaquín Giménez-Arnau

autor:Joaquín Giménez-Arnau [Giménez-Arnau, Joaquín]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1977-12-24T00:00:00+00:00


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Mientras se volatizaba entre ruinas el recuerdo del feroz romance, la Princesa Lunamaya animó a los hombres a que se dirigieran a los campos de peyote para comer de esta planta: sólo así se verían catapultados a otra isla, difícilmente más absurda. Puestos de acuerdo fue la mujer quien condujo la expedición precediéndola con largas zancadas, mostrándose lejana y excitante a cada paso del viaje, siempre escoltada por sus tigres, con los oscuros pajarracos revoloteando por encima de su cabeza, abandonando tras de sí una huella de vapores tifoideos y jazmines en celo. La muerte y el amor en dirección a lejanas tierras movedizas.

Los campos quedaban al sur, cerca de donde cruzan los patos salvajes y el sol no se acuesta. Había pantanos y hubo que sufrirlos. Una anaconda se hizo con un viejo tigre, las sanguijuelas desquiciaron a Latour y Krieger se dedicó a pensar en las enseñanzas del Hombre de Blúmini hasta que divisaron una playa de olas rojizas. Allí habitaban los indios guraparí, descendientes de los cumas, gente noble y sosegada, máximos adoradores de Cumaná. El peyote constituía su vía de acceso a los cielos, adonde subían con frecuencia para hablar con su dios. Se alimentaban con peces, a los que amaestraban para morir, cebándolos con las mejores larvas de los pantanos. Así los peces, después de haber llevado una vida placentera, se entregaban robustos y sumisos a sus cuidadores, quienes los comían de distintas maneras. El francés, por ejemplo, comió un pescado a la brasa rociado con jugo de nécoras. Krieger se dejó guiar por el consejo de los indios y deglutió varias docenas de colas curadas con sal roja. La Princesa Lunamaya, al igual que sus tigres y sus pajarracos, prefirió carne cruda. Los guaraparí, bajos, fornidos, aceitados y de mirada naranja, integraban una pacífica tribu orgullosa de sus costumbres culinarias y de su salvaje hospitalidad. Buena gente.

A Krieger le extrañaba que después de haber comido todos hasta el hartazgo nadie hablara del peyote, por lo que se aproximó a un indio y le preguntó por la planta. El guaraparí le dijo que sólo al sumo sacerdote de la tribu le estaba permitido hablar del acceso a Cumaná. Fue entonces cuando conoció al aparentemente sagrado personaje, a quien encontró tumbado en una estera de caña. La tribu aseguraba que estaba meditando, pero como el apátrida pensó que se trataba de un impostor entregado a su siesta, lo despertó poniéndole el mosquetón en el cuello y diciéndole:

—¿Dónde está el peyote?

El sumo sacerdote le contó una triste historia. Al parecer, hacía mucho que su gente no daba con la planta, la cual crecía en familias en el desierto, en la parte norte del pantano. La explicación no convenció a Krieger, acostumbrado a tratar con salvajes y conocedor de sus artes para esconder sus más preciados tesoros: en este caso, el peyote.

—¿Cómo es la planta? —indagó Latour, ya incorporado a la acción.

El sumo sacerdote dio a entender que era como una alcachofa alargada y amarillenta. Sin olor y sin sabor, al menos que se cueza.



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